martes, 28 de octubre de 2008

POLÍTICA Y RIFA

El asunto ocurrió en Cerro Navia. Allí uno de los candidatos, para celebrar el cierre de la campaña, decidió sortear entre los enfervorizados asistentes (no sabemos si el fervor era producto del sorteo, del candidato o de algún otro factor desconocido) un conjunto de electrodomésticos, un par de pasajes y una moto. Nada menos. La gente feliz. Después de todo, ese tipo de cosas no abundan en Cerro Navia. El candidato no cabía en sí. Nunca lo aplaudieron tanto. A rabiar.
Lo acompañaba Sebastián Piñera.
¿Es correcta esa práctica? -se preguntó a Sebastián Piñera.
"Me parece muy bien. Ese es un gasto dentro de la ley, porque es parte del gasto de campaña", respondió. "Lo grave -agregó con sus ojos de un tiempo a esta parte inmóviles- es la intervención electoral del gobierno que se efectúa con recursos públicos".
Por supuesto, Sebastián Piñera tiene toda la razón del mundo cuando asevera que el intervencionismo electoral del gobierno, allí donde lo haya, es inaceptable. Totalmente de acuerdo.
En lo que no tiene razón es en sugerir que la práctica de hacer regalos en los actos de campaña no tiene nada de censurable. Se trata, es cierto, de una práctica legal: después de todo, cada uno elige la forma de transmitir su mensaje y seducir al electorado. En el extremo uno incluso podría sostener que la entrega del regalo es un acto comunicativo que está cubierto por la libertad de expresión política.
Todo eso es así.
Pero justo porque se trata de un acto de comunicación -una de las formas que el candidato escogió para ganarse al electorado-, él revela la manera en que el candidato del caso concibe a los ciudadanos y su propia acción política. La gravedad del acto deriva de lo que, sin proponérselo, pone de manifiesto.
Cuando alguien sortea enseres está diciendo que, en su opinión, la campaña se parece a una feria y que él mismo no es más que un comerciante sagaz, cuya virtud consiste en darle a la gente las mercancías que anhela.
O sea, justo lo contrario de lo que necesitamos para hacer de la democracia una competencia digna.
Es verdad que la política de hoy (y de siempre, a decir verdad) se parece harto poco al ágora griega, donde, según cuentan los textos, un puñado de personas solía reunirse a discutir racionalmente (con el mismo cuidado con que hablaban de geometría) acerca de los asuntos comunes.

Y es cierto que un candidato pecaría de ingenuidad (o de simple estupidez) si confundiera las concentraciones políticas o los actos de campaña con sesudas reflexiones acerca del porvenir. Todo eso es cierto.
La política es más ligera. Hay que apelar a las emociones, decir dos o tres cosas, y mostrar una personalidad grata.
Pero de ahí no se sigue que los candidatos deban comportarse como comerciantes de línea blanca a crédito, tratar a los electores como simples menesterosos y que, más encima, un candidato presidencial observe todo esto con algarabía y sin una gota de espíritu crítico.
El argumento de Piñera -según el cual por tratarse de dinero privado y de gasto electoral, no hay problema alguno- no se sostiene.
La regla que invoca Piñera -podríamos llamarla la regla de oro: el dueño manda y hace con lo suyo lo que le place- no es válida a la hora de los asuntos públicos. Los partícipes de las campañas -los candidatos de cualquier lado, el gobierno y Piñera- tienen el deber de cuidar el sentido de las prácticas en las que participan. Y el sentido de la competencia electoral es que la gente escoja de entre todos los candidatos el que le parece más fiel a sus intereses, más capaz o más probo.
Y ocurre que nada de eso se alcanza mediante las prácticas a las que Piñera asistió esta semana sin ninguna conciencia crítica.
Una de las virtudes intrínsecas de la democracia -tiene varias y esta es sólo una de ellas- es que permite que entre los miembros de una comunidad política se realice, siquiera en un breve lapso, la igualdad. Por eso en los momentos electorales cada uno cuenta como uno y nadie más que uno. Esa es la regla de la democracia.
Pero ¿qué idea de la democracia tiene quien piensa que es correcto y es digno hacer sorteos en un acto electoral y repartir bienes para ganarse el favor de los votantes? Ni siquiera el public choice -la idea de que el proceso político es un remedo del mercado- ha llegado a esos extremos.
No vaya a ser cosa que la fortuna que lo mece acompañada de esa inexplicable tendencia suya a dar tropiezos, lleve a Piñera a creer que la regla de oro -lo mío es mío y hago con ello lo que me place- justifica cualquier tontería, incluso la de confundir un acto electoral con una rifa, una piñata o un bingo.
Carlos Peña
Publicado en El Mercurio el 26 de octubre de 2008

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