Había que terminar de construir la cúspide, con la escalada tensa, entre brazos y rodillas coludidas, manos rasguñadas, heridas abiertas y piernas rojas del esfuerzo inmóvil. Un sinfín de horas. Miles de días. 11 años. Finalmente sube el último de los hombres hasta la cima del cono, y como una bandera grita hacia el cielo: “¡¡Se ve, se veeeeeeee!!!!!” Unos pocos de arriba escuchaban con atención el dolor de esas gargantas, pero al principio no entendían a que se refería. Mientras el viento se llevaba el primer grito, surgía un segundo más desesperado que decía: “¡¡Sí…..es posibleeeeeee!!!!!!”. Desde un contagio inusitado y riesgoso, igual comenzaban a creer que efectivamente era posible. Un tercer grito casi sin aliento repetía y repetía en el eco de la brisa ajena: “Vamoooooooooooossssss, es posible!!!!!!!” Una multitud de miradas sin respuestas. Unos brillaban, otros no. Los de más abajo apenas escuchaban, ni menos comprendían. Habían construído la base del gran cono humano, pero no eran capaces de reconocerse y hacerse parte del mismo riesgo. Hubo desesperación y desavenencia.
Algunos no aguantaron y comenzaron el descenso hacia el abandono. No veían y claudicaban. Bajaban raudos para no volver. Más temor que amor. “Tanto esfuerzo para qué, para quiénes. Porque continuar si no vemos ni escuchamos”.
Pero los más soñadores permanecían. Inclaudicables. Ciegos, pero con orgullo. Cada vez menos, pero más hermanos. De pronto, lentamente. Imperceptiblemente. Como si se hubiese tejido durante todo este tiempo subterráneamente.
Desde las bases, desde los más cercanos y arriesgados: depósitos de esperanzas. Desde aquellos que habían permanecido firmes y soñadores. Desde esos hermanos voluntariosos comienzan a verse las caras de emoción y júbilo. Auténticamente, lloraban de alegría. Era el amor. Era la emoción del amor. Eran las familias de los campamentos llenas de esperanza emergiendo desde las profundidades arenosas del desierto. Sí, desde lo subterráneo, porque venían trabajando silenciosamente sin que nos dieramos cuenta. Porque llevan muchos más años que nosotros sembrando. Surgen incólumnes, más firmes que nuestro duro corazón interpelándonos sobre el sentido de la vida y del dolor. Era la Sra Ximena, el Pablo, Don Lalo, el Lalito, el otro Pablo, la Sra Rosa y el Matías con su hermano Adrían. Era la Lali, el coche y el Paul, monumentos de dignidad y ejemplo. Sin miedos ni culpas, venían a desafiarnos a que no nos vieran tan de lejos, que nos bajaramos de esas estructuras y nos vieran más de cerca. Que estos dos años que quedaban eran para vernos más de cerca, para que nunca más se nos olvidaran sus caras de abandono y diferencia que han llevado por años. Para que nos acordaramos por siempre del significado de la lucha. De por qué, para qué, para quienes y desde donde se lucha. Venían a decirnos que aunque hay mucha pobreza aún, que aunque aún quedan más de 500, que aunque quedaran 1000 o 10000, el 2010 sin campamentos sigue siendo posible. Que hay pobreza, que es posible. Que hay miseria, que se puede. Que es mi pobreza, que es tu pobreza. Que es mi sueño y también el tuyo. Que yo sin ti no puedo, que tú sin mi tampoco. Que a mi me duele, que aunque a ti menos, igual algo te duele. Que si te duele tanto, entonces no te cuides: arriesgate.
Finalmente esos sueños existían, eran de verdad. Los vimos con nuestros propios ojos. Caminábamos sin saber si llegábamos. Pero llegamos. El contagio fue impresionante. De un desierto desolado construímos un desierto florido.
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