lunes, 20 de abril de 2009

La muerte y la Vida del Resucitado en los campamentos

Año a año, en los días previos a cada semana santa nos vemos acosados por planes y deseos. Son cuatro días para hacer algo distinto de la pega y la rutina. Nuestra ansiedad aumenta si este fin de semana es precisamente en los primeros meses del año cuando el descanso y las vacaciones son todavía un recuerdo vivo que nos atormenta con su nostalgia. Ante este corte obligado a algunos les vienen deseos de solo descansar y estar tranquilos, a otros vivirlos como días especiales para fortalecer los lazos familiares y de amistad. Para muchos es tiempo de recogimiento, de seguir a Jesús en su camino de cruz y en la resurrección, en un retiro personal o comunitario, en silencio o conversado. Para un grupo de nosotros, que fuimos a celebrarla en cinco campamentos de la Región Metropolitana, la semana santa que acaba de pasar fue un tiempo para vivir con una hondura algunas certezas de la vida que nos trae Jesucristo con su muerte.

Viviendo dos días en los campamentos pudimos tanto los pobladores como nosotros, con mucha profundidad, experimentar algunas de los elementos más genuinos que tiene la semana santa. Me refiero a tres cosas: recordar la vida y muerte de Jesús, acercarse al misterio y vivir la gratuidad. En cuanto a la primera, en esos días de la pascua hemos recordado un hecho: la muerte y la vida de Jesús de Nazaret. Y aunque caminamos en un vía crucis por las calles de los campamentos y vivimos una vigilia pascual (entre otras actividades) lo que terminamos viviendo y celebrando fue la muerte y la vida de cada uno de nosotros y de los pobladores del campamento que nos recibieron en sus casas. Lo que Jesús viene a decirnos con su pascua es que en toda persona que tiene o ha tenido algún dolor (o sea toda la humanidad), El se las arregla para triunfar y Su vida se nos regala completamente. De ésta vida podemos dar testimonio todos los que alguna vez hemos tenido alguna dicha inmensa e inesperada. Durante esos cortos pero intensos días pudimos compartir lo cotidiano, la comida y la conversación, la noche y el día, y fue sólo desde ahí donde celebramos con sentido el camino de la cruz y la pascua de resurrección. La muerte y la vida de Jesús, que recordamos en las celebraciones litúrgicas ya la habíamos compartido en el encuentro vivido entre todos nosotros, en esas vidas y esas muertes concretas que apreciamos en los que habíamos sido recibidos y en los que nos recibían. Es por eso que para cada uno de los que estuvimos ahí fueron días cargados de sentido, porque lo que recordábamos (la muerte de Jesús y su vida eterna) lo habíamos experimentado en otros que nos recibieron en sus calles y sus casas, y en nuestras propias vidas compartidas.

Fue el vivir cotidiano que compartimos con las familias de esos campamentos lo que nos ayudó a acercarnos al misterio que estábamos tratando de contemplar. Es en el mismo hecho de compartir la vida en que se nos reveló con mayor lucidez el misterio de la pascua de Jesucristo. Ese mismo Jesús, al ser Dios, al encarnarse en María, al hacerse hombre pobre, al pasar predicando y haciendo el bien y desvivirse por sus hermanos hasta la cruz; dejó unida para siempre la vida de este mundo con la eternidad. Por lo tanto en la vida de cada hombre y mujer se nos abre un espacio del cual beber de la esencia de lo divino. De esta manera podemos vislumbrar el misterio de Jesús que en el fondo es el gran misterio humano: a pesar de todo la Vida vence y la muerte no es la última palabra. Finalmente entre los claroscuros humanos la vida se las arregla para emerger. Para los que nos quedamos en los campamentos en esos días esta verdad tomó vida en sus hombres y mujeres; y en la forma misteriosa en que en todos nosotros (pobladores y voluntarios) encontramos muerte y resurrección hoy mismo a veinte siglos del sacrificio de Cristo.

Y este lugar privilegiado de encuentro y vivencia común en que nos acercamos al misterio se hace (y me atrevo a decir que es el modo más profundo de hacerlo) desde la gratuidad. La mayoría de las veces nos acercamos a los campamentos con algo que hacer, con una agenda que cumplir. En variadas ocasiones no tenemos tiempo para estar, para compartir lo gratis de una mesa con una taza de té y una marraqueta. No estamos dispuestos a matar el tiempo con los pobladores y desde ahí encontrar la muerte y la vida que hay en cada uno. Esa gratuidad fue posible en esos pocos días. Una conversa sin prisa, el hecho de compartir el sueño y el techo, o un almuerzo con sobremesa sin mirar impacientemente el reloj. Todo eso también es parte de la esencia de la semana santa. Jesús también se sentó a la mesa y entregó su vida gratuitamente, sin acomodos y con la naturalidad de la vida compartida, la misma que los pobres nos han enseñado a vivir. En el tiempo que hemos pasado en los campamentos sin grandes discursos ni aspavientos, hemos vivido esta verdad en toda su plenitud. Y entendemos que la vida se entrega en lo cotidiano y que el compartir de casa y pan nos iguala. ¿Acaso no fue eso mismo lo que hizo Jesús con nosotros en su paso por nuestra tierra?

De todo lo vivido en esos días nos quedan muchas preguntas dando vueltas; para terminar yo propongo las mías. ¿Cuánto nos dejamos empapar de la muerte y la vida de los campamentos para poder encontrar pistas para descifrar nuestros propios misterios?, ¿cómo aprovechamos nuestros trabajos y amistades en los campamentos para gastar tiempo ahí y así encontrar nuestra dignidad de hermanos?, ¿nos atrevemos a saltar el abismo que muchas veces hemos creado entre nosotros y que nos impide encontrarnos gratuitamente para descubrir nuestra igualdad fundamental? Y por último, ¿tenemos la valentía de bajar las defensas y seguridades de nuestras vidas para dejarnos interpelar en nuestras convicciones y modos de vivir desde la realidad del Cristo que hoy muere y resucita en los campamentos de nuestras ciudades?

Juan Pablo Moyano SJ


1 comentario:

Movimiento de Pobladores en Lucha dijo...

un tema nuevo para el debate:
¿Un techo para Chile o un piso para Frei?