lunes, 15 de diciembre de 2008

Árbol de Pascua

El 24 de diciembre del año pasado, poco después del mediodía, una vecina tocó el timbre de nuestra casa. Traía de regalo un hermoso árbol rojo con hojas de cristal. Un árbol de Navidad distinto de los miles que hoy repletan las casas y las vitrinas de las tiendas. Árbol despojado, esencial, con la belleza que tienen los árboles desnudos en invierno, sólo que cargado de lágrimas de cristal. Mi mujer lo miró y dijo "es un árbol de lágrimas", mientras lo colocaba en un rincón del living. Una hora y media después, nuestro hijo entraría en la piscina de nuestra casa, y con él entraríamos todos nosotros a bautizarnos en el agua de la muerte, con los vecinos de nuestra plaza, y los miles de lectores que, días más tarde, solidarizarían con nuestras lágrimas.
Han pasado el otoño, el invierno, la primavera, empieza el verano, y las lágrimas no han caído de ese árbol. Estaban ahí antes de que comenzara nuestro duelo, y el árbol llegó a la hora precisa, regalo impensado del azar o del sentido oculto a nuestros ojos detrás del velo que llamamos vida. Ahora pienso que es el mejor árbol de Navidad de todos, porque a los otros les sobran regalos, pero les faltan lágrimas. ¿No es la cruz, acaso, un árbol cargado de todas las lágrimas, árbol de vida con todas sus hojas de dolor? Baudelaire dijo que el hombre pasa a "través de un bosque de símbolos/ que lo observan con familiares miradas".
A veces pareciera que todas las cosas quisieran hacerse símbolos. Y otras, parecieran callar y mostrar su opacidad, su mudez impenetrable. Podemos caer en la tentación de sobreinterpretarlo todo, o en el error inverso de desterrar para siempre los símbolos de nuestra realidad. ¿El universo habla un lenguaje que tenemos que descifrar, o no dice nada, y se resiste imperturbable ante nuestros excesos de entusiasmo y sentido?
Mientras le entrego un ejemplar dedicado de mi libro de columnas recién publicado a Constanza, mi vecina, recuerdo el árbol de lágrimas que ella nos trajo hace un año. Tal vez debiera decir "un árbol de lágrimas es sólo un árbol de lágrimas". Pero cierro los ojos y siento que, al publicar este libro, no hago más que devolver un árbol común, en el que cuelgan las lágrimas de tantos que sembraron consuelo en nuestra plaza, nuestra casa y en el blog de este diario. Recuerdo las decenas de regalos que nos llegaron, símbolos con los que muchos quisieron acorazarnos frente a la voracidad de la nada. Una caja llena de higos, una flor de loto, un grabado de una flor de loto, y un grabado de un caminante y su sombra, una caja de música con el Principito adentro. Cierro los ojos y veo a miles rodeando nuestro árbol de lágrimas y murmurando: "Aún no ha sido todo dicho". No es sólo un bosque de símbolos, es un coro de voces que entonan un villancico que yo nunca había escuchado. Es una canción sin palabras, lenta y dolorosa, llena de bondad.
La cantan tantos que nunca conoceré ni de nombre, la cantan con sus lágrimas, que son mis lágrimas. Abro los ojos: ahí está el árbol de lágrimas, en el mismo lugar desde hace un año. Ahí está mi casa, ahí mi jardín, ahí nuestra mesa. ¿Una casa es sólo una casa, un jardín sólo un jardín, una mesa nada más que una mesa? De pronto, todo tiembla levemente, como una vela cuando un poco de aire entra en un lugar quieto y silencioso. ¿Es sólo el viento? "Plantar un árbol, escribir un libro, tener un hijo", escuché alguna vez que era la ecuación perfecta de una vida. Yo escribí un libro y perdí un hijo, pero me fue regalado un árbol, un árbol que no se deshoja en invierno, un árbol que es mío, pero también tuyo, un "símbolo" que llegó a mi casa antes que la muerte. Así llegan los símbolos, luces inesperadas, luces de Pascua que alguien enciende en un naufragio, mientras nuestro bote salvavidas flota rodeado por una impenetrable niebla, sobre un vasto mar de lágrimas.

Cristián Warnken
Publicada el Jueves 11 de Diciembre de 2008, El Mercurio

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