lunes, 29 de diciembre de 2008

¿La política en la caverna?

Digamos que no sólo la política, sino la educación y la cultura parecen estar hoy como en una caverna. No sólo Platón en el libro VII de su famosa “República”, sino –se dice- Aristóteles habría visto el peligro de que la humanidad terminase viviendo como en una caverna. Es decir, alejada del sentido y la realidad de las cosas, las acciones y los procesos. Del interés por su verdad, de espaldas a ella, volcados hacia las sombras y la apariencia de las cosas. O, también, confundida -esa humanidad- en una maraña de medios instrumentales, sensaciones y opiniones, gobernadas por meros gustos particulares, el inmediatismo, el ranking televisivo, o la última moda tecnológica.
Eso sí, ahora sería una caverna modernizada, con todas las comodidades e incluso con algunos lujos, por cierto -en nuestro caso accesibles sólo a unos pocos. Pero, haciendo de lujos, comodidades y poderes -veloces e instantáneos, mercadeables- la única realidad deseable, fuera de ella no habría nada. Al parecer una buena parte de nuestras sociedades –y sus élites- no parece inquietarse mayormente por sus condiciones de vida actuales, con sus dificultades crecientes. Sucedería que la caverna modernizada, a diferencia de la reseñada por los clásicos griegos, no cesa de moverse y extenderse, de expandirse urbi et orbi, dando la impresión de que en sus límites se puede tener una vida libre.
Esta caverna tiene como principio rector la ética del mercado, su autosuficiencia, sacralizad y ubicuidad. Todo lo que no ha resuelto nuestra sociedad hasta ahora bien lo puede el mercado, el capital, el así llamado progreso y su racionalidad de cálculo costo-beneficio,
siempre que no intentemos domeñarlos. Claro, el mercado y el capital por sí mismos, no. En alianza con la ciencia y en especial, la tecnología. Esa tríada de mercado capitalista, ciencia y técnica autofinalizada y globalizada funge hoy como la nueva autoridad absoluta; la nueva verdad que preside la caverna. Algunos le llaman el sistema. La nueva ilusión. No hay más ideologías, tampoco diversas interpretaciones o proyectos políticos concurrentes. Hay una sola ideología, una sola interpretación correcta, un solo proyecto de mundo. El de esta nueva autoridad absoluta. Aunque el deseo de lograr tener y/o acceder a una serie de bienes, lograrlo de hecho o vivir bajo su promesa ilusoria aparecen como el leit motiv primordial que llena la vida de los miembros de la caverna, de todas maneras tienen la impresión de que se les escapa la medida, el criterio o la dimensión por medio de las cuales la realidad se convierte en un mundo, y un mundo en el que los humanos pueden vivir de manera libre y con cuotas crecientes de felicidad. La publicidad machaca las conciencias convertidas en ojos con sus nuevos medios técnicos: todo es posible, todo en un ahora y cerrar de ojos. Todo es canjeable. Todo dentro de los límites de la caverna. Es cuestión de desearlo. El Leviatán actual pasa a ser un monstruo que termina adaptando a los humanos y al medio ambiente a su propio funcionamiento, los transforma y adapta a su lógica de crecimiento incesante y calculador, devastando a su paso a la naturaleza, al ser humano y su vida en la ciudad.
Esta nueva caverna modernizante ya no sabe quién es el hombre, qué el ser humano, no le importa, sólo le sirve de retórica. De esa manera este seudo-sujeto formatea y modela el andar de los hombres y mujeres de este tiempo que, al parecer, sólo pueden distinguir algo en medio de las sombras y las apariencias.
En la caverna hay que asegurarse unos contra otros; hay mucha desconfianza mutua; mucho recelo de poderes atesorados. En ella no hay realidad sino mediante la telepantalla. Ella llena los días de los humanos. Esto, claro, no deja de tener consecuencias. Cuentan que para Angelo Silesius (1624-1677), el humano posee dos ojos: con uno escruta y se dirige al instante; con el otro, otea el infinito. Sólo el acuerdo entre las dos miradas nos daría la medida. Si perdemos un ojo, perdemos el sentido de la medida y cedemos a la ceguera parcial. El humano moderno habría perdido el sentido de la medida: por un lado, se sacrifica en el altar del progreso perfectible, del otro, subestima el sentido de la perfección. Desde el ojo escrutador del instante contempla el planeta natal, así como el universo. Desde su ojo orfelino, da una mirada conquistadora y de colonizador-explotador de ese mundo. Cuando el rodar vertiginoso en la caverna no parece tener límites a su despliegue, surge la impotencia que observamos en nuestra sociedad.
Por momentos se percata de cómo vive bajo esta caverna poderosa, pero al mismo tiempo no haya caminos de salida hacia el reencuentro con la realidad-mundo que corresponde a su altura y dignidad. ¿Quién podrá salvarnos de esta inesencialidad reiterada, de este ir y venir incesante e inquieto, de la ilusión tecnológica sobre cuanto vive, nos rodea y marcha sobre el planeta? Según algunos, bajo el actual escepticismo y pluralismo no parece haber ya una divinidad disponible que concite acuerdo para ir en nuestra ayuda. ¿Podrá ayudarnos nuestra actual democracia? ¿Tiene ella acaso la imaginación suficiente, la fuerza, el coraje, como para hacer de contrafuerte de la acción destructiva de esa caverna extendida en la que pernoctamos? ¿Acaso la democracia existente no se ha habituado a esa misma caverna y se presta casi únicamente para la administración y gestión de los negocios que en ella se dan? Y sin embargo, lo sabemos: la democracia es también la forma y el espacio por medio del cual los humanos podemos ir ajustando y perfeccionando lo que es justo, equitativo, libre o felicitante, porque para eso están el habla y la palabra, frutos de nuestra vida en la ciudad. Por ello no puede ofrecernos una salida liberadora a esa situación tan fácil y tan rápida.
¿Cómo podemos encontrar caminos entonces que puedan salvar el mundo de esa caverna, de su asimilación reductora? Pareciera que una vía posible consistiría en hacer aparecer el humano como aquel ser inclasificable, y que sabe que lo es. Una auténtica ética de la resistencia haría posible oponerse a la fatalidad del sistema-máquina en marcha, rechazar su incorporación. La grandeza del humano consiste también en su capacidad de decir que No. Él es lo no- englobable. Quizá todo esto tenía en mente un pensador francés cuando escribía: “La economía es la forma esencial del mundo moderno, y los problemas económicos son nuestras principales preocupaciones. Sin embargo, el verdadero sentido de la vida está en otra parte. Todos lo saben, todos lo olvidan, ¿por qué?”.


Pablo Salvat B.
Publicado en Diario La Nación, Agosto 2008

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